Compañer@s:
Desde La Juntada en Letras reproducimos en nuestro blog esta entrevista realizada por los compañeros de la revista Herramienta, a uno de los docentes e intelectuales más reconocidos de nuestra carrera de Letras: Martín Kohan. Lo hacemos porque consideramos de gran importancia los debates que cruzan literatura y sociedad, cultura y política, algo que muchas veces se ausenta de nuestra carrera. Desde ya, agradecemos profundamente a l@s compañer@s de Herramienta por permitirnos difundir la entrevista.
Entrevista realizada por Mariano Pacheco, Juan Rey y Diana Hernández
Desde Herramienta le propusimos a Martín juntarnos a conversar sobre crítica literaria, literatura y política; sobre el rol de los intelectuales marxistas y la coyuntura política del país; sobre el 2001, el kirchnerismo y los desafíos actuales de la izquierda que pretende, que desea, que pelea por realizar cambios radicales, entre otros temas.
Kohan, Martín . Escritor, licenciado en Letras, profesor de teoría literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y en la Universidad de la Patagonia. Ha publicado dos libros de cuentos, tres de ensayos y nueve novelas, entre la que se destaca Ciencias morales (2007), ganadora del Premio Herralde de novela en ese año y llevada al cine en 2009 con el título “La mirada invisible”, bajo la dirección de Diego Lerman.
Lunes al mediodía, fines de julio de 2011. Martín Kohan llega al bar, pide un tostado (solo de queso) y un café, que se suman a los que ya están sobre la mesa. Durante largo rato, antes de comenzar formalmente con la entrevista, nos cuenta de lo engorroso de unos trámites que está realizando “ahí enfrente [se refiere a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA] donde laburo” y dice estar sorprendido de que en uno de los casilleros que le hacen llenar para una recategorización, donde deberían figurar publicaciones, haya un cero. Se ríe y bromea al respecto: “Si fuera un criterio estético lo acepto, pero no es así. Es como una gran farsa: unos hacen que escriben, otros hacen que leen… y así estamos”. Nos cuenta de sus épocas de estudiante, también “ahí enfrente” (no casualmente estamos en un bar, en la esquina de Púan y Pedro Goyena que se llama –¿podría ser de otra manera? – Sócrates). Y comenta que, si bien él fue discípulo de Josefina Ludmer, nunca dejó de tener un vínculo muy estrecho con Beatriz Sarlo, a quien valora mucho y por quien siente no sólo afecto sino un gran respeto por sus modos de leer la literatura argentina y su capacidad para intervenir, con nivel, en los medios masivos de comunicación. Antes de comenzar con las preguntas le contamos que este reportaje sigue a otro realizado a Eduardo Grüner, publicado en Herramienta web en abril de este año. Reportajes (éstos y los que vendrán) a partir de los cuales pretendemos realizar un aporte al diálogo, al debate, a la discusión; a la polémicaen torno al marxismo (o los marxismos) y la cultura.
Revista Herramienta:Queríamos preguntarte, en primer lugar, por algunos aspectos de tu obra. Si uno ve novelas comoSegundos Afuera, donde la actualidad de un periodista en 1973 se mezcla con 1923, a partir de los acontecimientos deportivos y artísticos que se suscitan ese año, junto con un crimen que estructura la historia, o el mundial de fútbol de 1978 que aparece como telón de fondo en Dos veces junio o la guerra de Malvinas en 1982 en el caso de Ciencias morales o, yendo más atrás, al siglo xix, la presencia de Esteban Echeverría en Los cautivos, por poner algunos ejemplos, podemos ver que muchas de tus novelas, sin ser “históricas”, parten de un núcleo central que es un hecho histórico para desde allí construir una trama narrativa, ficcional. La pregunta es: ¿Cómo ves la relación entre literatura, política y, sobre todo, historia?
Martín Kohan: Mirá, yo diría que la búsqueda que voy teniendo y que probablemente lleva a hacer la salvedad de que no es novela histórica, por lo menos en el sentido convencional de la expresión –y yo lo extendería a la idea de que, por ahí, alguna novela política pretendo que no sea novela política en el sentido convencional de la expresión– tiene que ver con la manera en que trato de pensar la literatura con respecto a la realidad. Generalmente, casi diría por tradición, pensar una conexión entre literatura e historia es pensar la conexión entre literatura y la realidad histórica, y, mucho más, pensar una conexión entre literatura y política es pensar la conexión entre literatura y la realidad política. Una cosa está unida a la otra. Y, en principio, las razones que yo tengo para apartarme de ese modelo son literarias. Es decir, poner tan en primer plano el hecho de que uno quiera trabajar, por ejemplo, con ciertos materiales del siglo xix… la idea de la realidad histórica del siglo xix. O si uno quiere trabajar con ciertos materiales políticos, concebirlos o enfocarlos como materiales de una realidad política, arrastra la literatura hacia el realismo. Te obliga a una estética realista para poder dar cuenta de ese pasado histórico, o para poder dar cuenta de esa situación política. Lleva a la literatura a una función entre documental, en un caso; o constatativa, en el sentido de tomar una realidad y representarla… O, si hay una experiencia personal puesta de por medio, una dimensión testimonial. La verdad es que a mí nunca me ha interesado la literatura ni en términos de testimonialidad, ni en términos documentalistas, ni en términos realistas en el sentido de plasmar una realidad o representarla, confirmarla. Esa función de representación realista para la literatura no es la que a mí me interesa. Ni literariamente, ni estéticamente, ni tampoco en un sentido social de la literatura. No es el tipo de entrada que a mí me interesa. Creo que hay una trampa en la idea de una dicotomía –bastante establecida en un momento, y a la vez muy superada– entre pensar que la literatura o se hace cargo de la realidad, o juega con sus propias formas. O sea que uno renunciaría por necesidad a una de las dos dimensiones. O trabajás las formas y renunciás a la realidad, o hacés realismo y achatás las formas. Mi búsqueda tiene que ver con la posibilidad de no renunciar a una relación con la historia, sin por eso llevar a la literatura hacia esa función realista. Sí poder hacerse cargo de lo político, sin por eso llevar a la literatura a esa función realista. Trabajar los materiales de la historia, trabajar los materiales de la política, sin hacerse cargo de una representación de la realidad social… en todos los sentidos posibles. En el sentido de trabajar con personajes típicos, o trabajar con cierto nivel de referencialidad. O, digamos, ponerse bajo la necesidad de dar cuenta de la realidad de una época o de un período. A mí no me interesa nada de eso. Nunca me interesó. Ni tampoco me interesó la verdad en el sentido de una constatación documental de la verdad al trabajar con la historia. De hecho no ha habido nunca ninguna investigación de mi parte. A mí la historia me interesó siempre por lo que entregan sus materiales en su significación. Eso en principio es mi objeto de interés cuando digo, bueno, las novelas en relación con la historia. Lo que significa San Martín. A mí en un momento me interesaba lo que San Martín significa, sin necesidad de una investigación de archivo al respecto. No precisé ir a los documentos que fijen determinada precisión fáctica. En el momento de resolver precisiones fácticas siempre las inventé. En cambio, mi relación con una cierta verdad histórica tenía que ver con la verdad de la significación. Lo que San Martín significa, lo que Echeverría significa, o lo que Civilización y Barbarie significa. Para mí Los cautivos está escrita a partir de lo que la historia procura como figuración de Echeverría como poeta romántico, o lo que la historia procura en el formato civilización y barbarie; la percepción civilizada del salvajismo de los bárbaros. Está trabajada yo diría sobre una reelaboración paródica de esos concentrados de sentido que la historia procura. Y después, la realidad fáctica –que para una estética realista sería lo central– para mí no tiene ninguna importancia. A la hora de escribir la de Echeverría, por ejemplo, yo ya sabía que la casa en la que él se había refugiado, y donde transcurre casi toda la novela, todavía existe. Y la estancia Los Talas, de los Furth… la casa se ha conservado hasta el día de hoy. Nunca se me ocurrió ni por un momento irme hasta allá a ver cómo es la casa, pudiendo haberlo hecho... de hecho fui a ver la casa, pero la fui a ver después. Es una relación más con los sentidos, con los relatos, con la significación. Lo que supone Los Talas. Yo todavía no sé bien cómo es un tala, aunque lo vi el día que fui. Vi los talas, y dije: ah, era esto. El árbol es éste y no este otro. Pero me parece que hay un achatamiento estético, por ahí para lo que a mí me interesa más hacer, en una novela que no podría escribirse sino describiendo con precisión cómo es un tala, tomando exactamente cómo es la casa, qué características tenía, en qué año llegó Echeverría, en qué año se fue, qué era lo que había pasado… Mi búsqueda no fue por ese lado, y sin embargo la historia me interesa de otro modo, o en otro sentido. La figura del escritor respecto de la tiranía… Me parece que es una acumulación de sentidos sobre Echeverría. O sobre Sarmiento. La idea del escritor que se planta y escribe contra el tirano. ¿Cierto? ¿Exacto o no desde un punto de vista ideológico? Obviamente esto está sujeto a discusión y a polémica historiográfica, lo que se quiera; pero como definición a mí me parece muy interesante, y mi intención fue escribir justamente sobre esa formulación. Y sobre la política podría hacer un razonamiento semejante. Me interesan ciertas zonas del sentido de la represión política o de ciertos mecanismos, o ciertos dispositivos del control político en la dictadura, más que una plasmación de la realidad de una época. Me parece que los discursos testimoniales, periodísticos, sociológicos, cubren eso mucho mejor. A mí me interesa la literatura con otras posibilidades.
RH: Recién mencionabas a la figura de San Martín sobre la cual has trabajado, así como también con la figura de Eva Perón o Benjamin. Pensadores, figuras histórico-políticas. Ahí vinculás tu oficio de novelista con el de la crítica o el ensayo. ¿Cómo se combinan esos andariveles de la literatura, la crítica literaria y el ensayo político?
M.K.: Debo decir que se combinan con absoluta fluidez. Y para mí la pauta de que esa fluidez existe es que no he tenido ni siquiera que resolverlo. Por eso tampoco tengo mucho para explicar al respecto. No me he visto en la necesidad de ver cómo congeniaban o cómo convivían las dos funciones o las dos escrituras, las dos tareas o entidades que se supone habitarían en mí: el novelista y el ensayista, o el crítico literario universitario y el novelista. Conviven… si es que conviven, si es que son dos, de una manera absolutamente fluida y natural. No ha habido para mí conflicto a resolver en ese rubro. No podría contar cómo resolví el conflicto, porque para mí no hay conflicto. Lo hubo, en todo caso, en un momento determinado de mi formación. Cuando yo era estudiante –y estoy hablando de hace más de veinte años– en un momento me di cuenta de que estaba muy metido en una lógica del rendimiento universitario. El currículum y la cosa competitiva era muy fuerte, y poder entrar a laburar a alguna cátedra o recibirse, o tratar de ganar una beca que permitiera hacer una investigación y dedicarse a ella. Ahí se había activado una impronta un poco competitiva y de meritocracia, en el mejor sentido, que me había llevado un poco a pensar en la acumulación de réditos en términos institucionales. Y me di cuenta de que eso – te estoy hablando de los 22, 23, 24 años– me estaba llevando a postergar la escritura de ficción con la idea de lo inútil, de lo improductivo. Y cuando me di cuenta de que eso podía llegar a estar pasando… digamos, siempre hay otra cosa más urgente que hacer que una novela, sobre todo cuando tenés 20, 22, 23 años, que ni siquiera estás escribiendo porque vas a publicar (o no sabés). Publicar es una ilusión, es algo que te gustaría que pase. Pero digo, no está en la lista de cosas que tenés que hacer. Lo cual es una de las mejores cosas que tiene para mí escribir novelas. No es justamente una de las cosas que uno tiene que hacer, por lo tanto forma parte de esos momentos en los que uno se desentiende de lo que hay que hacer y se pone a hacer lo que tiene ganas de hacer, que es una novela. Eso en algún momento produjo en mí ese conflicto. No sé cuánto duró. Un año. Dos. A partir del momento en que yo detecté que eso me podía estar pasando, que siempre me aparecía una cosa más urgente que hacer que ponerme, no sólo a escribir una novela, sino poner la cabeza en sintonía para ir maquinando o “meloneando” una novela, ahí me di cuenta de que estaba cayendo en una trampa de eficacia y productivismo cuando mi relación entera con la literatura, mi propia decisión de seguir letras, tenía que ver con una renuncia a la lógica de la eficacia y la productividad. Toda mi familia me decía: “Tenés que seguir abogacía”. Mi vieja me decía: “Vos hablás muy bien, tenés que seguir abogacía…”. De una manera para mí siempre muy enigmática, porque en los años en los que mi vieja me decía eso no había juicios orales en la Argentina. Así que no sé en base a qué suponía que mi oralidad y mi ganar fortunas como abogado iban juntas. Entonces en un momento me dije: “Pero si yo seguí letras porque no me interesaba la idea del rendimiento, ¿cómo pude volver a caer, desde dentro de la propia carrera de letras, en la lógica del rendimiento?”. La sociedad me decía seguí abogacía y no letras, porque letras es inútil. Pero, una vez dentro de letras, hacía lo que era útil a la carrera de letras y no la novela, que era inútil. Entonces, cuando advertí eso no hice sino reproducir hacia adentro de mi condición de estudiante graduado de letras el mismo razonamiento que me había llevado a seguir letras, que era recuperar justamente esa dimensión de placer y de ganas, y de despilfarro llegado el caso, de tiempo, de energía o lo que sea. Volver a esa dimensión poco especulativa respecto del escribir. Yo diría que fue un conflicto, si es que llegó a ser conflicto, que llegó a darse al final de mi carrera, cuando yo estudiaba. Yo me recibí a los 23 años, y desactivé eso como una tara que evidentemente inhibía en cuanto al tiempo que yo dedicaba… Insisto, no sólo a escribir, sino a poner la cabeza a funcionar en sintonía de pensar ficciones posibles. Y una vez que eso pasó, para mí es una relación de comunicación totalmente fluida entre ambos mundos. Si es que son dos mundos. Me procuran el mismo interés, me procuran el mismo placer. Básicamente, los vivo como escritura, y la escritura me interesa siempre y me da placer siempre. Escribir un ensayo o escribir sobre Benjamin, o escribir una novela, a mí me resulta absolutamente placentero y no reapareció en mi vida por suerte nunca más la disyuntiva de decir esto o lo otro. Las dos cosas van. Las escrituras que no me producían placer las dejé de hacer. Por ejemplo, el género… los mil y un informes que muchas veces hay que redactar para cumplir con ciertos requisitos institucionales. Me alejé de eso lo más posible. Pero eso no es escribir crítica literaria. Escribir crítica literaria, o escribir ponencias para congresos, o artículos periodísticos, o libros de ensayos o novelas, para mí entra en un único universo. Por eso yo decía recién que quizás ni siquiera corresponda decir que son dos mundos en el sentido de que finalmente son variantes, porque tampoco es exactamente lo mismo. Yo diría que son variantes de una misma relación de placer con la escritura. Me gusta escribir.
RH: En relación justamente al tema de la escritura en su vinculación con otras disciplinas… Ciencias morales fue llevada al cine. En nuestra humilde opinión, se pierde un poco en la película un elemento central de la novela, que es toda esa especie de construcción micropolítica de lo que sucede en el colegio en relación con la macropolítica de lo que pasa afuera. ¿Cómo ves vos la relación de la literatura con otras disciplinas del arte, como por ejemplo el cine, tomando el ejemplo de esta novela tuya llevada al formato cinematográfico?
M.K.: Tiene que ver con lo que ustedes van planteando con respecto a la idea de la película, esto de que tal cosa se pierde… Se pierde una cosa y se gana otra. La película tiene cosas que la novela no. Y lo decisivo, justamente, y lo enriquecedor de esa relación con otros ámbitos es que, como son otros ámbitos, producen otras cosas. Y la relación es muy enriquecedora. Para mí fue una experiencia buenísima la de la película, sobre todo porque me permitió ejercitar algo que yo creo que ya tenía, que es un fuerte desprendimiento respecto de lo que ya publiqué. Yo creo que es genuino. Yo creo que una vez que uno escribió algo y ese algo circula, se abre sin que uno tenga soberanía sobre ese objeto más que del hecho de haberlo escrito. El hecho de haberlo escrito en algún sentido se vuelve menor respecto de las posibilidades que hay en las lecturas o las reelaboraciones. Y yo realmente no siento… Ahí me doy cuenta de que mi formación como crítico funciona bien, porque yo no admitiría como crítico ninguna clase de potestad del autor del texto sobre el que yo estoy trabajando respecto de lo que yo estoy trabajando sólo porque ese texto sobre el que yo estoy trabajando lo escribió él. Los sentidos que mi lectura, los sentidos que mi propia escritura de crítico sean capaces de producir, o que yo pueda producir como sentidos en un texto que no es mío, son absolutamente legítimos. Y cualquier crítico tiene esa misma legitimidad, y es lo que vuelve interesante la crítica literaria. Y está muy bien que los autores sepamos que ese texto que nosotros producimos, y que empieza a circular, empieza a circular para producir lecturas y sentidos que nosotros no previmos, y con las que después podemos estar de acuerdo o no pero que en última instancia no tienen por qué ser cotejadas con nuestra propia intención previa, como si la intención previa del autor definiera la verdad de un texto. Esto que uno sabe, y que uno enseña –porque forma parte de lo que uno enseña en teoría literaria– a veces lo podés enseñar y a la hora de ponerlo a funcionar no te funciona. Pero debo decir que a mí sí me funciona. Y me he encontrado muy en desacuerdo con lecturas que se han hecho de textos míos, pero son desacuerdos que puedo tener con lecturas que se hacen del texto de otros también. Simplemente, cuando creo que una lectura está mal hecha, o que un argumento está equivocado, reacciono. Pero no reacciono en el sentido de considerar que ha sido avasallada mi propiedad sobre un texto. Me enriquece y me interesa siempre ver cómo un texto que yo pude haber escrito suscita lecturas y derivaciones imprevisibles para mí. El laburo que hace un director haciendo una adaptación cinematográfica supone llevar esto a los niveles más altos, quizás sólo comparables a los de un traductor, que también sobre la base de tu texto va a hacer otra cosa. Esa misma cosa, y a la vez otra. Para mí la experiencia con Diego Lerman, de la adaptación de Ciencias morales, supuso ni más ni menos que eso: ver cómo él creaba otra cosa. Por eso decía en un principio: bueno, hay cosas que se pueden haber perdido, ¡y se tenían que perder para que pudiese haber otras! Que son las que le interesaban hacer a él. Y en ese punto, la experiencia fue satisfactoria para mí, no porque reconozca punto a punto el libro en la película, porque nunca tuve la expectativa de reconocer punto a punto el libro en la película. Yo creo que habría sido decepcionante para mí ver que Diego Lerman adaptaba Ciencias morales y no era capaz de hacer sino Ciencias morales otra vez.
RH: Y ganaste un momento aunque sea fugaz como actor…
M.K.: Sí. Yo ya había actuado, en otra, de Santiago Palavecino, que se llama Otra vuelta. Una película sobre [Haroldo] Conti, donde también estuve. Y ahora con Lerman. Es que el cine es un infierno… Esa escena que… ¿Cuánto dura? ¿veinte segundos? ¡Estuvimos cuatro horas! Cuatro horas y media para hacer eso. La realidad. Ahí ves la realidad, ahí ves una forma de expresión artística que tiene que lidiar con la realidad de una forma muy concreta, de un modo muy distinto al de las palabras. Diez tomas… Ninguna creo que había salido mal. No es que alguien se equivocó y hubo que repetir. Hay que repetir porque hay que repetir, y en un momento en que todo había salido bien yo le doy el disco… bueno, vieron cómo es: viene la preceptora y pide el disco de vinilo, y yo lo agarro y se lo doy. Sale todo perfecto, y yo digo: bueno, terminamos. Viene el sonidista y dice que cuando yo le doy el disco de vinilo se oye el celofán. El micrófono capta el crujido del celofán. Entonces lo primero que se dice es, bueno, va de nuevo la toma, sacamos el celofán. Cuando alguien dice “sacamos el celofán” salta el dueño de la disquería, que dice: “no me vas a meter Wadu wadu de Virus directo en el cartón porque se raya”. “Bueno, otro disco que te importe un poco menos…”. La realidad. La realidad material, concreta. Fue para mí muy interesante ver cómo ese mundo que uno resuelve con las palabras, también en relación con la realidad, pero de otro modo, cobraba cuerpo, se volvía tangible. Y sobre todo cómo, a partir de lo que yo había escrito, surgía... algunas cosas reaparecían y otras no. Otras se perdían, otras aparecían. Otras aparecían y ya estaban en la novela, y yo no las había visto. Otras aparecían y no estaban en la novela, y la convertían en otra cosa. Todo eso a mí me parece muy legítimo, y lo viví con muy poco celo de propiedad, de posesividad sobre el texto, porque evidentemente no tengo mucho de eso.
RH: Comparándolo con la música, es un poco lo que sería la “interpretación” de una obra…
M.K.: Completamente. El otro día estaba escuchando con mi hijo… lo que se elogia de la versión de Cerati de Bajan, de Spinetta, es también lo que se le puede objetar, y es que es muy parecida. Es que, salvo una parte en donde él cambia hacia una cosa más pop moderna, puramente instrumental, el tema en sí mismo es muy parecido. Como homenaje es perfecto. Vos decís “la sacó igual”. En otro sentido, uno diría “para sacarla igual te quedás con la versión de Artaud”… y con eso ya estamos. Es eso, es un intérprete. Y hay una interpretación en el traductor y hay una interpretación en la producción cinematográfica que es qué conserva y qué transforma. Y que un escritor cuya obra es adaptada al cine apruebe lo que se conserve y repruebe lo que se transforma es no entender justamente la lógica de la interpretación, que es admitir que conserve lo que crea y que cambie lo que crea necesario cambiar, y si ese cambio lleva a otra cosa (porque La mirada invisiblees otra cosa respecto de Ciencias morales), bueno, es lo menos que se puede esperar: hay otro de por medio, que en este caso es Diego Lermer. Y Lermer está porque ha elegido lo que iba a preservar y lo que iba a cambiar.
RH: Bueno, hablábamos de música, del cine… otros escritores del país, como Sacomano, Piglia, Santurain, han hurgado en la relación entre literatura e historieta, por ejemplo. ¿Hay alguna otra disciplina que a vos te interese que tome contacto con la literatura?
M.K.: me nutro, al escribir, del cine y la música seguro. Yo me doy cuenta que hay situaciones o descripciones que yo resuelvo muy visualmente, y en Ciencias morales me parece que es donde eso más funciona. Por eso cuando vi la versión cinematográfica fue como reencontrar algo que a mí me había funcionado en la cabeza; hay situaciones, en la novela, que uno resuelve desde una memoria visual que es más deudora de lo que veo en el cine de lo que veo en la realidad. O sea, mi idea de cómo narro una escena en un baño tiene mucho menos que ver con mi experiencia de ir al baño que con mi experiencia de haber visto cine. Y de la música, que me gusta mucho y de la que no sé tanto como me gustaría saber, quiero pensar que si alguna sensibilidad rítmica tengo en la frase y en la sonoridad de las palabras en la frase, viene de la lectura de poesía y de escuchar música.
El mundo de la historieta, reconozco ese mundo y lo admiro en Santurain, Lebrero, De Santis, pero no es un mundo que a mí me haya convocado ni siquiera de chico.
RH: Retomando a Viñas, uno puede decir, de alguna manera, que Literatura argentina y actualidad política reinaugura o abre toda una perspectiva de interpretación de la literatura y del ejercicio de la crítica en la Argentina, que quizás en los últimos diez, veinte años, eso un poco quedó desencajado… la pregunta, más que sobre Viñas o sobre el libro, es: ¿Qué visión tenés sobre esa relación en el hoy? ¿Qué relación se puede establecer entre la literatura y la política contemporánea?
M.K.: Yo creo que eso se ha retomado y complejizado; me tocó cursar con David Viñas y me produjo una especie de tsunami adentro de mi cabeza. Creo que haber escrito uno de los clásicos de la crítica literaria argentina del siglo veinte es decir insuficiente con respecto a la importancia y significación de ese libro; además, es un libro que ha resultado muy productivo; no solo tiene una potencia enorme sino que ha suscitado lecturas múltiples. En ese sentido, no creo que en lo que sería la actualidad de la carrera de letras eso se haya perdido. A mí lo que me parece muy interesante es ver hasta qué punto tradiciones distintas de lectura y crítica literaria se han nutrido igualmente de Viñas o lo han mantenido igualmente como referente. Viñas, además, formó a los que me formaron: Beatriz Sarlo se considera discípula de Viñas, y Josefina Ludmer, que lee muy distinto la literatura que Sarlo, también se considera discípula de Viñas; Nicolás Rosa, que discutía con él como un reconocimiento a Viñas como interlocutor… críticos muy distintos se remiten a Viñas, y remitirse a Viñas es remitirse a ese libro… porque lo interesante es que no da un único formato, un único modelo. Eso habla de la potencia de un crítico como Viñas; cómo ha engendrado modos de leer muy distintos entre sí. A lo que me refería con complejización, es, de alguna manera… ese es un libro que se publica en 1964, pronto va a tener cincuenta años: sería una mala señal pensar que a cincuenta años se sigue leyendo exactamente así (una mala señal para el propio Viñas, ante todo); me parece que precisamente una prueba de la productividad de ese libro es que a partir de ese libro se fue leyendo de maneras distintas a lo largo de estos cincuenta años. Se ha complejizado, se ha diversificado y a la vez son derivaciones que vienen de ahí. En lo personal, diría que una cierta complejización de la relación entre texto y contexto ha resultado favorable…
RH: ¿Y sobre la relación entre la literatura y la actualidad: la propia coyuntura en la que vive, escribe y trabaja un escritor?
M.K.: A mí me entusiasma la idea de que a partir de otro tipo de relación con lo que pasa y con el lenguaje... Que es algo que está totalmente metido en lo que pasa; para no pensar que hay una separación entre la realidad y el lenguaje; nuestra realidad está también hecha del lenguaje y de usos del lenguaje y de formas del discurso. Macri –para hablar de la catástrofe más reciente– es también la manera en que habla: la relación totalmente tortuosa que existe entre las palabras y él dice mucho de él políticamente y de la realidad política. Como la literatura tiene una relación intensa con el mundo del lenguaje (en el mismo modo que la música tiene una relación más intensa con los sonidos), con las palabras, le permite, a mí entender, interrogar una realidad política, desde un lugar que es muy propio. Que el tipo de reflexión que uno puede tener como periodista, como militante, es distinto del interés o la aproximación que se puede tener desde la literatura (sin que sean campos excluyentes, porque se puede ser militante, periodista, profesor y novelista); pero hay algo en el momento que la literatura interroga a lo político, que creo que tiene una peculiaridad; que viene dada en la relación peculiar y específica que la literatura tiene con las palabras y por lo tanto también con los hechos. Por eso me entusiasma menos a mí la literatura realista o la literatura en una función testimonial o documental; porque me parece que justamente ese tipo de literatura se deshace de su especificidad para acercarte a la realidad de los hechos. Yo creo que la literatura gana posibilidades cuando justamente no se deshace de esa especificidad, pero no por eso renuncia a interrogar lo político. En ese punto me entusiasma la literatura donde aparece una dimensión de lo social y de lo político, que desde otro tipo de discursos o desde otros tipos de representaciones difícilmente podría aparecer.
Un ejemplo: la novela de Aníbal Jarkowski, El trabajo. Mucho de lo más agudo que se puede proponer y plantear respecto de las condiciones sociales en la Argentina en los últimos años para mí están en esa novela, que no toma ningún acontecimiento verídico al que se esté remitiendo y que, sin embargo, capta con una sutileza infinita, para nada explícita, ciertas cualidades de un estado de descomposición en una sociedad que dice mucho sobre lo político y lo social. Y ese mucho que dice difícilmente podría haberlo sido por otra clase de discurso, periodístico, histórico, sociológico, testimonial: no podrían haber dicho eso que dice Aníbal.
Mi expectativa es que otro sistema de representación (y la ficción supone otro sistema de representación, otras clases de uso del lenguaje) permita decir otras cosas de eso mismo, y hay novelas que efectivamente lo hacen. La de Aníbal sería una. Si no la literatura termina siendo una ratificación: la continuación de la realidad, por otros medios: eso mismo que vemos en la tele o en las calles, pero en una novela. Y eso no es lo que a mí más me entusiasma de la literatura. Me interesa la literatura cuando dice eso que otros registros no van a poder captar.
RH: En relación con la pregunta anterior, y teniendo en cuanta los momentos que nos tocan vivir, queríamos preguntarte… Hace unos años, Damián Tabarovsky escribió Literatura de Izquierda (Ed. Beatriz Viterbo, Buenos Aires, 2004). Ahí dice algo en el sentido de que lo que más le interesa de la tradición de izquierda es esto de estar preguntándose permanentemente qué es ser de izquierda (al menos la lectura que hacemos). ¿Qué es ser de izquierda hoy?
M.K.: Pensaba en el libro de Damián, que cuando ustedes dicen “izquierda” quizás no estén diciendo exactamente lo que dice él; él está tratando de llevar la idea de izquierda a un plano estético; plano en el que la tradición de izquierda supo haber sido muy poco de izquierda. Más claramente: lo que llamamos tradición política de izquierda no sería izquierda en el sentido que define Damián Taborovsky; izquierda en un sentido estético. Por caso, la tradición Boedo, que es una tradición de izquierda en el sentido social, ideológico y político, es una tradición muy poco izquierdista si uno toma las definiciones de Damián. Fue una tradición estética más bien realista, conservadora… Entonces, Damián lo que está pensando es todo eso que la izquierda pone en la política, qué supondría ponerlo en la literatura; y no es la izquierda la que habitualmente ha puesto eso en la literatura, en lo que él llama literatura de izquierda…
El otro día estuve en una mesa redonda, en la presentación de un libro sobre judaísmo, y también decía que lo propio de ser judío es preguntarse todo el tiempo. Y de la izquierda podría decirse lo mismo, y a veces dicen que de lo argentino también. Yo que soy argentino, soy de izquierda y soy judío estoy condenado a la pregunta de la autoconciencia… a lo sumo diría algo que es del sentido común, que es la disposición a la revisión crítica. Uno podría pensar que la izquierda es justamente ese tipo de perspectiva dispuesta a la revisión crítica del mundo, por decirlo de un modo ambicioso. Pero el mundo incluye a la izquierda, la propia posición, la propia escritura, las propias ideas, los propios posicionamientos, por lo tanto, esa disposición a la revisión crítica incluye la auto-revisión crítica y probablemente la pregunta “por qué ser de izquierda” es la formulación o el resumen de esa auto-revisión. Si se supone que el pensamiento de izquierda es un pensamiento anticonformista, cuestionador, un pensamiento poco dado a la conciliación, dado a la transformación, todo eso hay que aplicarlo, entre otras instancias, a sí mismo: tampoco conciliando con las propias posiciones. Revisar es también revisarse, discutir es también discutirse, y preguntarse qué es la izquierda sería también la formulación de eso, de alguna manera.
Respecto al libro de Damián, yo creo que tiene un mérito enorme en haber sido la primera intervención más o menos sistemática, consistente en intervenir en el estado de cosas de la narrativa argentina contemporánea. Y fue un libro muy necesario (estando yo de acuerdo con muchas cosas y en desacuerdo con otras) porque sale en una época en la que, con mucha torpeza desde mi punto de vista, existía como una especie de consenso en cuanto a que en la narrativa argentina contemporánea no estaba pasando nada interesante. Se había establecido muy fuertemente la idea de “qué buenas cosas están pasando en el teatro, en el nuevo cine argentino, en la poesía con los nuevos poetas”, y en la narrativa, nada. Y eso no era cierto. O sea, era cierto respecto al teatro, al cine, a la poesía, pero no era cierto que en la narrativa no estuviera pasando nada. Había tres o cuatro factores que producían ese efecto de invisibilidad o de apercepción respecto a lo que se estaba escribiendo. Y Damián interviene con ese libro y de alguna manera ilumina lo que el estado de cosas no estaba permitiendo ver, por un lado. Es decir, señala autores que estábamos escribiendo en ese momento y que por distintos factores no teníamos la visibilidad que los poetas, los dramaturgos y los cineastas estaban logrando, y a la vez se permite decir claramente que tres o cuatro de los fetiches de escritores referentes que parecían “los” escritores de la nueva narrativa argentina no valían nada, por decirlo como lo dice Damián. El sistema de premios resonantes o de figuración mediática había puesto en el centro de la escena escritores cuya literatura no valía demasiado. Y en la medida en que ese reparto de visibilidades funcionaba, el efecto que producía era que no estaba pasando nada.
Algunos años después, cuando se empieza a decir que sí hay una nueva narrativa interesante, los nombres de los autores que se empiezan a poner en juego eran otros nombres de autores que ya estábamos publicando en años anteriores. Supongamos: Gamerro. Ahora sí, Gamerro… pero Las Islas de Carlos Gamerro sale en el ’98. Gustavo Ferreyra gana el Premio Emecé el año pasado, tiene una muy buena recepción con Piquito de Oro, pero el primer libro de Ferreyra se publica por Sudamericana creo que en 1992. Lo mismo vale para Juan José Beccerra, para Aníbal Jarkowski, que saca Rojo amor a comienzos de los noventa. Entonces no es cierto que en los noventa no pasaba nada y que en los dos mil sí. Estos escritores ya estaban escribiendo en los noventa y algo estaba mal dispuesto en lo que Bourdieu llamaría campo literario y que hacía que no se los percibiera, como sí se percibía a los otros tres o cuatro monigotes con los que Damián se decide por fin a meterse y a mostrarles que la realidad era ni más ni menos que la del rey estaba desnudo; bastó que alguien dijera “pero esto no vale nada” para que muchos dijeran, “¡Claro! No vale nada”… vamos a ponerlo en términos más honestos: literatura comercial, conformista, de entretenimiento, para no decir que no vale nada: vale eso. Escritores entretenidos, comerciales; lo cual, digo, es un derecho, yo no tengo por qué objetar eso, pero sí que en los años en que esos libros pasatistas estaban ocupando el lugar de la nueva narrativa argentina producían ese efecto engañoso. Si esta es la nueva narrativa argentina, en la nueva narrativa argentina no hay nada. Y Damián es quien interviene para decir: no son estos, son estos otros. Y eso permitió un viraje en la consideración literaria que para mí no se puede sino valorar y agradecer.
RH: Y sobre la vinculación que la literatura establece con medios de comunicación, con la academia y el mercado, ¿qué pensás?
M.K: Son relaciones múltiples y muy complejas, porque cada uno de esos espacios funcionan de manera diferente; incluso cada uno por separado. Habría que ver, cuando se habla de “mercado” y literatura. Creo que hay algunos equívocos y algunas polémicas mal planteadas y mal desarrolladas. Es difícil que una discusión se produzca bien si primero no hay un acuerdo mínimo con respecto a qué se entiende por cada uno de los términos del debate. Para que haya desacuerdo primero tiene que haber un acuerdo sobre los términos sobre los que se van a discutir, y me parece que una de las explicaciones sobre el fracaso casi sistemático sobre el debate “literatura y mercado”, que es algo sobre lo que se está discutiendo permanentemente y nunca parece haberse aportado demasiado, es porque no ha habido precisión sobre qué vamos a hablar. Entonces se produce una aparente discusión que en realidad no es más que un desencuentro, porque uno está diciendo una cosa, el otro entendió otra. Primero, habría que ponerse de acuerdo en los términos; ver qué se entiende por “mercado”, que para mí no tiene que ver con vender mucho o vender poco. O con escritores a quienes les interesa que haya muchos lectores o a quienes no les interesa. Me parecen definiciones muy torpes, pero muy fuertes, a la hora de tomar posición en estos debates. A mí me está yendo bien, en mi escala, que es que Ciencias morales va por la quinta edición, que Dos veces junio va por la decimosegunda edición... eso es ir bien para mí: Humberto Eco estaría deprimido, yo estoy contento. Eso no me hace un escritor de mercado, bajo mi definición. Suponer que aparecer en la lista de bestseller es ser de mercado y no aparecer es no ser de mercado, para mí es un error de definición. Ahí es donde digo que habría que ponerse de acuerdo en lo que estamos discutiendo. Yo considero literatura de mercado al tipo de literatura en que las decisiones literarias están tomadas de manera de simplificar las cosas a la lectura de modo tal de conseguir la mayor cantidad de lectores posibles. No es un problema de ventas; es un problema de decisiones literarias. El escritor que decide facilitar, simplificar, allanarle las cosas al lector para ampliar así la cantidad de lectores posibles está escribiendo en función del mercado. Si después ese escritor vende cuatro ejemplares no deja de ser un escritor de mercado. Luego, un escritor que toma sus decisiones bajo una exigencia específicamente literaria, sin hacer concesiones; si sus decisiones literarias no especulan con un efecto de ventas a posteriori, sino que son tomadas con la honestidad de pensar cómo esa novela tiene que ser, y después vende diez mil ejemplares, mejor para él, eso no lo hace un escritor de mercado. Hay libros que han vendido miles: ejemplo El pasado, de Alan Pauls, oLas Islas, de Gamerro y donde no hay un renglón que uno pueda pensar que ha sido escrito calculando que si el renglón era así iba a vender más porque iba a ser mejor para el lector de subte. Cada renglón en esas novelas está escrito con la honestidad literaria de un escritor que cree que es así como esa novela se tiene que escribir para que funcione como él cree que tiene que funcionar. Si después tiene muchos lectores, mejor, y si no los tiene, mala suerte. Mi cuestionamiento a lo que llamaríamos literatura de mercado es que es una literatura que calcula todo el tiempo, calculadora en mano (así como los hinchas de River que miraban los últimos partidos, sacando cuentas en la platea, a ver si se iban o no a la B); es como si en un momento, el de decidir, el escritor en vez de tomar esas decisiones en función de cómo cree que hay que construir una narración, la está tomando en función de un tipo de lector que en última instancia es un cliente…
RH: Cualquier parecido con una campaña electoral es pura coincidencia…
M.K.: Exacto. Es cliente. Así como algunos duranes barba piensan en el elector como un cliente, y en vez de ofrecerle, presentarle, un candidato, se lo venden. ¡Y lo dicen! Del mismo modo, hay escritores que piensan en el lector como cliente, que hay que venderle un producto. Yo estoy en desacuerdo con ese tipo de escritura literaria, pero no porque después vendan mucho; porque si después no venden nada, para mí no cambia el argumento. Hay libros que uno lee y se da cuenta de que han sido escritos con ese propósito. Y todo lo que podía suponer complicación, exigencia para un lector… Y obviamente que si se menciona escritores que llevan eso en grados más altos, mencionaría a Saer, por ejemplo, que es un escritor sin grandes éxitos de ventas: eso es no ser un escritor de mercado, no vender poco. Porque si el día de mañana la sociedad mejora y Saer vende millones (para que Saer venda millones la sociedad tiene que mejorar), si eso ocurriera, no cambiaría el carácter antimercantil de la literatura de Saer, que está escrita sin la más mínima concesión a la comodidad o al confort del lector. Con respecto a los medios, a “la academia” (que yo llamo facultad, universidad), son zonas que me interesan muchísimo porque me interesa muchísimo la crítica literaria y porque me interesa muchísimo la legitimación literaria que la crítica produce; es la que más me interesa. Yo creo que una escritura compleja, interesante, justamente se mide en su capacidad de producir lecturas complejas e interesantes, y esa es una forma de legitimación casi te diría automática. Los buenos críticos que producen buenas lecturas y se ocupan de buenos textos los validan como tales. Esas lecturas suelen estar en la facultad y muchas veces están también en los medios (entre otras cosas porque muchas veces los que escribimos en los medios laburamos también en la facultad). Yo prefiero ponerlo en estos términos, porque si no “medios” y “academia” son términos intimidatorios, cuando en realidad es quién labura en un medio y quién labura en la facultad, y a menudo uno labura en un diario y en una facultad, porque ambos trabajos están lo suficientemente mal pagos para que uno necesite sumarlos. Generalmente los que tiran veneno contra “la Academia”, con mayúscula, la tratan con una solemnidad para mí equivocada en este punto: es un espacio de trabajo donde leemos, escribimos, enseñamos, producimos sentido, producimos valor… La facultad es un espacio donde trabaja gente muy diversa con miradas muy distintas, y una de las cosas que la hace interesante es que, como hay opiniones distintas, hay debates y discusiones. No es una logia, por suerte.
Cuando el procedimiento es honesto. Quiero decir, en los medios. A mí me parece muy legítimo que un medio defina incluso una preferencia estética y valide cierto tipo de literatura respecto de otra, con determinados argumentos, porque puedo estar de acuerdo o no. No es honesto cuando se trata de amiguismo o su variante que es el enemiguismo; así como hay críticas de valor porque son amigos, hay críticas de ensañamiento porque no son amigos.
RH: ¿Cómo ves que se posicionan los intelectuales de izquierda, marxistas, en la actualidad? Te lo preguntamos porque para nosotros es importante que desde la izquierda se construyan equipos de trabajo, colectivos, que aporten al proceso de transformación social. Y lo que vemos es que existe Carta Abierta, totalmente oficialista de un gobierno que se dice nacional-popular, y por otro lado intelectuales que se encuadran partidariamente en las expresiones existentes, de las cuales somos bastante críticos, por sus dogmatismos y sectarismos, entre otros motivos. Pero que en el medio hay un montón de gente que se asume de izquierda, pero que no está agrupada. ¿Cuáles creés que son las tareas que hoy tiene que asumir un escritor, un artista, un intelectual marxista?
M.K.: Tengo la impresión de que hay que concederle al kirchnerismo el mérito de esto que voy a decir: de unos años a esta parte, aquello que los intelectuales tengan para decir ha cobrado una significación que hacía años que no tenía. La idea de que los intelectuales podían tener algo que decir y que socialmente valía la pena prestar atención a eso que tuviesen para decir, hasta hace unos años se había diluido muchísimo en la sociedad. Nadie pensaba que con respecto a lo que fuese que pasara un intelectual pudiese tener algo particular para decir; en general no parecía tenerse muy en cuenta. Esto es algo que cambió en los últimos años. Creo que el cambio político que el kirchnerismo propuso en el país tiene mucho que ver con eso, y es un aspecto que a mi entender es muy favorable. Me parece que ha habido un reacomodamiento de la relación entre acción política y validación ideológica de la acción política; una relación entre políticas y argumentación ideológica para esas políticas. Me parece que ese dispositivo ha recuperado muchísimo espacio gracias al kirchnerismo. Es eso, entre otras cosas, lo que nos suena menemeano en el macrismo, y que es la vuelta de un discurso político que pretende estar en otro lado, “más allá” de esta idea de que tiene que haber una argumentación ideológica (y en algún sentido intelectual) para validar o sostener una determinada acción política. La idea de una acción que se legitima en tanto que acción sin esa dimensión de legitimación argumental, ideológica, intelectual, me parece que es eso lo que en Argentina se había diluido muchísimo, básicamente en los años de Menem. El momento más alto de eso fue el de los indultos. Porque Alfonsín todavía da, para la ley de Punto Final y para le ley de Obediencia Debida, argumentos (para mí aborrecibles, deplorables, débiles), pero todavía considera que es una decisión política que debe ser validada mediante argumentos. Con Menem empieza el “lo digo yo”; “indultar es una facultad del Poder Ejecutivo” o a lo sumo un argumento de algo así como la “unión nacional”. Ahí me parece que hay un corte significativo, y estoy mencionando dos políticas con las que estuve claramente en desacuerdo. Hay un corte entre lo que sería lo intelectual y lo político, en la argumentación intelectual para lo político. Y me parece que con el kirchnerismo esa dimensión recobró espacio y significación; porque cobró espacio y significación una política que necesita argumentarse, validarse ideológicamente. Por eso lo de Macri produce un chirrido tan fuerte en esto; porque otra vez alguien dice que no tiene ideología, porque dice que sólo va a gestionar (como si se pudiese gestionar sin ideología). Me parece que ese cambio de cosas ya de por sí es totalmente favorable y permite una consideración social hacia los intelectuales –aún en espacios relativamente restringidos–. En ese punto me parece que lo que son las intervenciones de los intelectuales de Carta Abierta (como Horacio González, Foster) o las intervenciones de Beatriz Sarlo, o de Tomas Abraham, o las de Feinmann, Grüner, todas, con su diversidad y antagonismo, expresan un momento interesante en cuanto a la consideración de los intelectuales, sobre todo si pensamos cómo venía la cosa. Y en ese punto, para un intelectual de izquierda, me parece que eso se vuelve doblemente propicio; porque el intelectual de izquierda, también por lo que es la expresión política de la izquierda en la Argentina, queda en un lugar, necesita de un punto más de su propia potencia de intervención como intelectual. Bueno, ¿cuál sería el posicionamiento crítico hoy? Esa es una cuestión que se renueva. Hace un rato hablábamos de Viñas: él ha sido... aunque se ha acercado al kirchnerismo, independientemente de eso..., para mí Viñas siempre fue un modelo de intervención de lo que es un intelectual de izquierda.
R.H: Antes de morir, de todos modos, Viñas dijo “no se puede ser un intelectual crítico y oficialista”, o algo así… Otra cosa. EnSegundos afuera, en un momento de la novela, podemos leer: “Es uno de esos casos, ciertamente excepcionales, de concentración temporal. Lo que no pasa en siglos, pasa en unos pocos años. Lo que no pasa en años, pasa en unos pocos días. Lo que no pasa en días, pasa en unas pocas horas. Y lo que no pasa en horas, pasa en unos pocos segundos”. En marzo de este año nosotros sacamos un número de la revista con un dossier 2001-2011, porque nos parecía importante aportar –desde nuestra humilde posición– a un debate en torno a qué implicaron las jornadas del 19/20 de diciembre (como uno de esos momentos de concentración temporal de los que vos hablás) y cómo se las interpreta hoy. Porque hay toda una operación, hegemónica podríamos decir, que tiende a colocar al 2001 como el lugar de la no-política, del momento de crisis económica, de caos al que no hay que volver bajo ningún punto de vista. Nosotros más bien vemos que el 2001 implica un proceso previo y sus repercusiones, la crisis, además de ser leída en esa clave, puede pensarse también como momento de apertura hacia nuevas posibilidades, como entonces fueron los movimientos sociales, las fábricas recuperadas, las asambleas barriales, etcétera. ¿Vos como leés el 2001 desde nuestra actualidad?
M.K.: Tengo al respecto dos opiniones distintas. Con una seguro que no van a estar de acuerdo, y con la otra no sé. Seguro que yo estoy equivocado, me apresuro a declararlo, pero no creo que haya habido tanto en el 2001. Mi desapego con diciembre de 2001 (años en los que no participé absolutamente de nada, pero bueno, yo en general nunca participo de nada, por una limitación mía), tiene que ver con un mecanismo social que me pareció ver, que creo que muchas veces expresó, al menos en esa pasión asambleística de las clases medias en la Ciudad de Buenos Aires, algo así como “qué hacemos ahora con los pobres”, cuando la situación de los pobres no se correspondía con ningún ahora. El descubrimiento repentino del cartoneo, cuando cartoneo en Buenos Aires había desde hacía muchos, pero muchos años. Formularlo así, como descubrimiento, me parece una complicidad con el desentenderse de la realidad del empobrecimiento, gradual, pero enorme y previo que hubo en la Argentina. Un desapego, ideológico y afectivo, de los años previos, del consumo del uno a uno, y de pasión turística, consumista, electrónica de la década de los 90, y que llevó a no querer enterarse de cómo se fue produciendo eso. El del cartoneo me parece un ejemplo palpable de este dispositivo para ver o no ver. Porque el cartoneo ya estaba ahí. La literatura obviamente lo plasma. Están las novelas de César Aira en los 90. De Aira, no del realismo social. En La Villa, en La guerra de los gimnasios eso está. Y estaba, obviamente, en las calles. Entonces, eso del descubrimiento del 2001, hay algo de todo eso que me fastidia. Y creo que esa explosión suscitó una promesa de alianza policlasista (que se plasmó en la consigna “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”), que es algo que duró hasta que el cacerolero sacó cuentas y vio que sus cuentas no le cerraban tan mal y comenzó a ser el mismo que pedía que le sacaran el piquete de adelante del auto, porque llegaba tarde donde llegara tarde. Y ahí percibo una doble trampa: la del descubrimiento del pobre y la de la alianza con el sumergido. Muy sonora en el 2001, pero muy corta de alcances, y por lo tanto muy falsa... qué puede decir uno de esa unión, entre una persona que lleva 10 años desocupada y otra que no quiere que le quiten los ahorros, aunque se sabe de casos puntuales, muy dramáticos, de gente que ahorró la poca guita que pudo apartar, con mucho esfuerzo, con mucho trabajo. Pero yo siempre tomé con una cierta prudencia esa unión entre esas reivindicaciones.
No sé, toda esa falsedad ideológica del uno a uno que ha sido tan eficaz. Esa idea de que “Buenos Aires es París”. Beatriz Sarlo dijo alguna vez que no conocía a nadie que haya estado en París y diga que Buenos Aires se perece a París. No digo que sea mejor o peor, simplemente que no se parecen. Esos mitos, como que estábamos en el primer mundo, eso es lo que, a mi entender, cae en ese proceso del 2001 al 2003. Y lo digo porque vivo en Buenos Aires. Y tiene que ver con las formas en que se ve al país y al mundo, cuando uno está en Buenos Aires. Quiero decir, las formas en que Buenos Aires decidió ignorar su propio cordón, barriendo la pobreza hacia las villas de Flores (que está en la novela de Aira), hacia la villa de Retiro. En fin, lo que siempre se hace con los pobres: los barrés hacia el borde y si es posible hacia fuera. Que el gobierno de Duhalde haya terminado con los asesinatos de Kosteki y Santillán, me parece muy sintomático, desde el punto de vista simbólico, porque es la entrada del sur hacia la Ciudad de Buenos Aires. Los matan en el puente de acceso del sur a la Ciudad. Y da la sensación, como si fuera una versión postergada del aluvión zoológico, la sensación del 2001 era que se venía el pobrerío hacia la ciudad. Estoy citando, obviamente, una percepción de la clase media. De algún lugar estaban saliendo los pobres y se estaban viniendo para acá. Y ese “de algún lado” era el Gran Buenos Aires y ese “para acá” era la Buenos Aires que no ve sus propias villas, desde luego. Estoy hablando de un imaginario ideológico de especialización social. Esa ciudad de primer mundo que se sintió invadida por los pobres. Todo eso se termina de condensar, insisto, con los asesinatos de dos militantes sobre el Puente Pueyrredón. Pero de todos modos todo esto procede más de algunas lecturas que de mi experiencia directa.
RH: Para terminar, ¿en qué complejidades creés que metió a la izquierda el kirchnerismo? Y ¿qué desafíos por venir ves para la izquierda?
M.K.: Me parece que tiene que ver con la relación entre esto que se llama “progresismo” y respecto de eso las posiciones de izquierda más radicales. Por ejemplo, a mí me pasó hace poco, cuando en el diario Perfil, en el cual trabajo, me encargaron hacerle una entrevista a Vargas Llosa y me la dieron porque decían que yo era “progre”, cuestión que me pareció entre burlesca y peyorativa. Y lo peyorativo me parece que tiene que ver con poder calibrar la diferencia, primero, entre que “progre” no es progresista. Hay como una especie de degradación, ¿no? desde una posición políticamente radical: progresismo y progre. Y creo que es precisamente en tiempos de progresismo, donde cierto tipo de intereses de los enemigos de la izquierda: la Iglesia, el campo y el Ejército, por poner algunos ejemplos, se confrontan. El Ejército, en cuanto a que se ponga a Nilda Garré de Ministra de Defensa y que se reabran los juicios, es un tipo de decisión de confrontación con la tradición militar, como institución paradigma de la reacción en la Argentina; con la Iglesia: desde no asistir al tedeum en la Catedral, hasta la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario; con la Sociedad Rural... uno más retrógrado que el otro. Justamente, en un momento en que hay un gobierno que confronta contra esas instancias de poder tradicionalmente consideradas enemigos, es decir, que son nuestros enemigos también, es un momento muy interesante para afinar, precisamente, ese matiz, entre ese tipo de confrontación progresista (con los poderes militar, terrateniente y eclesiástico) y lo que es una tradición más radical de confrontación con los núcleos de poder. Uno de los desafíos hoy, dentro del horizonte kirchnerista, sería justamente eso: marcar la diferencia de intensidad, si es que es sólo una cuestión de intensidad. A mí esa disposición a la confrontación me entusiasma, pero las considero insuficientes. Hay veces en que se declara un cese de hostilidades, o ni siquiera eso sino una alianza, con sectores de poder no menos repudiable. Eso, volviendo al inicio de la pregunta, es lo que creo que marca la diferencia, entre progresismo e izquierda, entre posiciones de un grado atendible de confrontación (valorables en relación a posiciones de gobiernos anteriores) y lo que es aquello a lo que verdaderamente uno aspira.
Agosto de 2011
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